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El descubrimiento de la buena mesa |
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Por J.C. RAMÍREZ FIGUEROA Antes, la comida no me importaba demasiado. Para mí, que empezaba a vivir solo, comer era un trámite que quitaba tiempo y nunca dejaba satisfecho. La verdad es que como estaba aprendiendo a cocinar, los tallarines me salían duros, el arroz se pegaba o los huevos revueltos tenían un sabor asqueroso.
![]() Después, descubrí las bondades del casino en el diario donde colaboraba. Mi editor estaba tan estresado que me pasaba sus cupones del casino y seguía tecleando, contestándole a algún idiota que posteó estupideces. A pesar de no tener temas decentes, iba a "colaborar" todos los días. Cuando la cosa se arregló gasté fortunas en supermercado y me di una nueva oportunidad. Sin embargo, se me vencieron algunos alimentos, otros definitivamente no los sabía preparar. Leía las instrucciones, lo prometo, pero los genios que las redactaban daban por sentado que uno sabía cosas básicas como "cocinar". ¿Qué se supone que significa "cocine" por 20 minutos? o ¿"espere que la raya del medio del arroz se vuelva blanca"?. Yo lo releía más veces que las fotocopias de Hegel, pero tampoco entendía nada. Como ven, la comida para mí, era un trámite engorroso. Hasta que pasé mi primera temporada en Buenos Aires. Como nunca fui un tipo con "mundo" y siempre le hice el quite a asados, comidas o restoranes (mi madre dice que gastar plata en comida que perfectamente puede hacer ella es una idiotez), estar sentado comiendo un bife de chorizo, fugazza o cannelonis fue una epifanía, un descubrimiento, un extasis místico. Y ahí lo comprendí todo. Mientras en Chile los sandwiches que compraba en el almacén de la esquina estaban hechos por cumplir (el queso más malo, la mayonesa más rancia y todo por el precio de un kilo de pan) acá tenían especias, pan generoso y tomate de verdad. Y por menor precio. Entonces, me envicié. Gasté más plata en comida que en libros. Después de todo, ¿qué es el Ateneo sino una librería de saldos metida en un teatro antiguo y afrancesado?, mejor ver con qué me sorprenden sus restoranes. Y vaya que engordé. Pero de una manera feliz, no desgraciada como era en Santiago con los sandwiches de pollo que compraba en la calle. Más adelante cuando vi Ratatouille me reí mucho, porque esas caras del crítico gastronómico también las ponía yo. Aunque fui medio imprudente, considerando mis deudas y boletas emitidas a fin de mes, a mi regreso comencé a visitar restoranes. Si bien la atención en general es una porquería, encontré lugares buenos, míticos, que dejan contento. Las chorrilanas de Valparaíso, un restaurant Peruano perdido en el centro, un café antiguo en avenida Brasil, las pastas que preparan en una tratoria de calle Loreto o al lado, en un local blanco, las mejores ensaladas que he probado. En verdad, antes estaba comiendo pura mierda. Y es verdad, la comida es importante. Y esta maldita crisis hará que aprenda a cocinar de una buena vez, porque la vida de restoranes tendrá que esperar. Veremos que pasa. | |||||
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