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ENTREVISTA: Carlos Parra, maquillador de muertos |
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Por CAROLINA MOSSO Carlos Parra es el único hombre de los tres maquilladores de muertos que actualmente existen en todo Chile. Trabaja doce horas diarias y, hace más de cuarenta años, escogió vivir entre algodones, ataúdes y rubor. Pero, ¿cómo es la vida de un hombre que se rodea de difuntos? ¿Qué es lo que motiva todos los días a Carlos Parra para enfrentarse (literalmente) cara a cara con la muerte? Aquí sus respuestas.
Hoy también es un día caluroso de diciembre, pero ahora Carlos está tras un escritorio, en Chillán y ya tiene 65 años. Recuerda esa escena de niño con nostalgia, como si el pasado le gritara que su futuro era este. Alto, delgado y vestido con un impecable terno gris, Carlos Parra da un aspecto distante, frío y ermitaño. Su rostro pálido, denota su edad en pequeños surcos sobre la frente y las mejillas, y un grueso marco de anteojos hace resaltar su mirada, siempre directa. Apasionado con su trabajo (“mi arte”, explica), Parra va derribando todas sus barreras a medida que transcurre la conversación. ¿Su oficio? Maquillador de muertos; “Naturalizador pos mortem”, corrige. “La idea es que se vea natural la piel de la persona: quitar la palidez, la cianosis; rellenar los pómulos con algodones... depende del caso”, explica mientras se quita los anteojos y se acerca. En cada gesto, en cada explicación, se evidencia que a Carlos Parra le apasiona su trabajo. Trabajólico y meticuloso, asegura que a él le resulta normal su trabajo. “Es que el cuerpo humano es lo más maravilloso”, medita. “Además, que a los muertos no hay que tenerles miedo. Yo les pido que me ayuden a hacer bien mi trabajo, les converso: ‘deberías haber tenido más cuidado al atravesar la calle, Sergio’, ‘te voy a dejar muy bonita, Gloria’...”, explica. Al maquillar, dice, un sueño, una idea siempre le revolotea en la mente: “que al difunto lo voy a dejar tan parecido a cuando estaba vivo que, de repente, va a despertar”, explica. “Si a veces, hago todo muy suavecito… a ver si despiertan… porque mi sueño es que realmente estén vivos, que uno despierte”, reflexiona jugando con los anteojos entre sus largas y pálidas manos. Para Parra, la muerte nunca fue algo ajeno. Su padre, quien trabajó toda la vida practicando autopsias en el Servicio Médico Legal, lo dejaba entrar a mirar a sus cortos seis años. “Con mis compañeros de curso siempre íbamos y espiábamos desde la rendija de la puerta. Hasta que un día, mi papá, nos hizo una broma: esperó que miráramos un buen rato y nos tiró un cucharón lleno de sangre”, recuerda entre risas. Así, el pequeño Carlos empezó a internarse más y más en este verdadero sub-mundo: a los 16 años, por ejemplo, ya practicaba las autopsias y hacía turnos durante toda la noche en el Servicio Médico Legal. “Todos se quedaban atendiendo a la gente... pero a mí me gustaba quedarme atrás, en las salas, con los cadáveres. Es que era mucho más calladito, y a mí me cargaba conversar”, dice. Tras hacer un curso en la misma institución, sólo él junto a María Cristina Ávila y Elena Zamorano recibieron el certificado de “Naturalizadores pos mortem”. Pero a Parra no le bastó ello, pues años después se especializó también en embalsamamiento y conservación de difuntos. En 2002 se radicó con su esposa, Olga Sanhueza, en la ciudad de Chillán donde trabajó en el Servicio Médico Legal hasta el año pasado. “Me retiré por problemas éticos. Para mí las cosas son o no son y, si un médico me pide que cambie el motivo de defunción de alguien, yo no puedo... por eso renuncié”, expresa Parra. Desde entonces, trabaja en la Funeraria “Río Viejo” donde, además de trabajar como chofer de las carrozas, se desempeña como “naturalizador”. “Yo lo hago como atención, como gentileza de la empresa. Porque no se puede cobrar, la gente aquí no conoce el trabajo. Pero después de verlo quedan contentos... ¡si quedan muy bien los cadáveres!”, explica Parra. Apenas el reloj marca las cinco de la mañana, Carlos se levanta, se ducha y toma desayuno. “La Olguita, mi esposa, me reta, me dice que me quede un ratito más… y a veces lo hago… pero es que ya estoy acostumbrado”, explica entre sonrisas. Es el primero en llegar a la funeraria. “Barro, limpio los ataúdes… todo lo que no hago en la casa”, bromea. La mañana, se pasa entre contestar el teléfono, recibir deudos e ir a “prestar sus servicios”. “En la carroza siempre ando trayendo guantes, algodones, formalina, bisturí y maquillaje... por si acaso”, comenta. Por tratarse de un servicio denominado “gentileza de la funeraria”, Parra explica que lo hace con el mayor respeto y cuidado. “Siempre llamo a un ministro de fe o a una persona de confianza de la familia, para que vea que todo está en orden y no se hacen cosas indebidas”, dice. Además, Parra desarrolla un verdadero ritual al momento de maquillar a un difunto. Ritual que aproximadamente es de dos horas “para hacer las cosas tranquilo”, explica. Primero, se evalúa el estado del cadáver. “Si es necesario poner algodones para cerrar la boca o, también, para aumentar los pómulos en el caso de los enfermos de cáncer”, explica. Después, se introduce algodón en la tráquea para evitar que cualquier tipo de fluido gástrico salga. Luego, Parra procede a vestir al difunto: “Y hay que hacerlo lo más pronto posible, cuando están calientitos sino, después se ponen tiesos y se quiebran”, grafica. Ya realizados todos los pasos anteriores, Carlos Parra comienza a “naturalizar” el cuerpo. “Primero, se aplica la base: a golpecitos, no con masajes, porque sino la piel se desgarra”, explica. “Luego, se aplica un poco de rubor, para quitar la palidez, y un poquito de rouge para colorear los labios. La idea es que parezca natural, sí”, señala Parra. “Pero, bueno, si la familia quiere que su mamá, por ejemplo, esté más pintadita, lo hago”, dice. “Es más, no siempre ocupo mis pinturas, sino las de la misma persona… así respeto sus gustos y queda como si estuviera viva”, indica. Todo este proceso puede repetirse dos, tres, cuatro e incluso cinco veces en el día. Generalmente, Parra llega cerca de las ocho de la noche a su casa. “Y ahí, no me gusta que me hablen... veo las noticias, la Olga me trae la comida a la cama y me quedo dormido”, cuenta. Olga, su mujer hace dieciséis años ya, dice que a pesar de ser muy cariñoso, buen dueño de casa y excelente papá “es muy callado, muy silencioso... y yo todo lo contrario: yo soy el payaso de la casa”, bromea. Decepcionado tras el fracaso de un matrimonio de 29 años, con cuatro hijos y una amarga infidelidad de su primera esposa a cuestas, Carlos Parra se sentía solo. Su vida siempre había girado en torno al trabajo: se levantaba a las cinco de la mañana, regresaba a la casa a las 12 de la noche y, si era necesario, dormía un par de minutos para regresar al Servicio Médico Legal. Su mundo entero era entre difuntos, ataúdes y bisturís... tanto así, que a su primera esposa, justamente (y al igual que a Olga) la conoció en ese lugar... Tras un par de años, Parra adoptó a Ricardo (el hijo de Olga), quien actualmente cursa cuarto medio y es “su mayor orgullo”, según sus palabras. Además, junto a su actual esposa tienen un hijo de diez años, “Carlitos”. -A mí me gusta el trabajo de mi papi... siempre lo acompaño. A veces, hasta duermo atrás de la carroza. -explica - ¿Junto a los ataúdes? -Sí poh, si ¿qué tiene? Mi papá dice que hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos- responde el pequeño. Año: 1995. Paciente: Carlos Parra Sandoval. Diagnóstico: Cáncer Neopulmonar. “Pensé que iba a morir”, recuerda. “Hicieron varias reuniones clínicas, me acuerdo, y yo les dije a los doctores que no me operaran, que no hicieran nada… que quería morir tranquilo”, relata. Y se resignó. No tomó los medicamentos, no se sometió a radioterapia. Nada. Se sumergió en un estoicismo abismante. Hasta que Olga lo enfrentó: “me dijo ‘si no pones de tu parte, te dejo’ y recuerdo que me fui al baño a llorar. Ahí, me di cuenta que estaba mal, que debía cambiar”, recuerda don Carlos, mientras se refriega los ojos, ahora más vidriosos que antes. Como un verdadero milagro, Carlos Parra recuerda todo esto. Milagro, porque del cáncer ya nada queda. Milagro, porque aquella experiencia que lo tuvo cara a cara con su propia muerte, le permitió convertirse en un hombre nuevo. Desde entonces, cuentan Olga y sus hijos, es otra persona. “Cambió mucho después de la enfermedad...era muy ermitaño antes. Ahora ya no trabaja tanto, conversa con los vecinos y lo quiere mucha gente. Pero, por algo Dios manda estas cosas... Dios le dio otra oportunidad”, cuenta Olga. | |||||
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