Por JULIO CARRASCO “¡Shostakovich: pongo una bomba en tu cerebro!” vociferaba un colega de licenciatura en composición de la Universidad de Chile en una de sus obras musicales. Entonces no entendí si con eso quería decir que estaba a favor o en contra del compositor ruso, pero es un poco obvio que se trataba de la segunda opción. Por supuesto que su animosidad partía por considerarlo liviano, o “bien”.

Era un tipo desinhibido, medio punk. Casi siempre andaba de malas pulgas. Tendría unos 23 años y no era especialmente talentoso, por no decir en absoluto, aunque tenía lo necesario para llegar a serlo: un poco de maldad. Me caía bien.
Una vez me contó de alguien (no quiso decir nombre) de la facultad que había sido violado en la penitenciaría. Otra vez me contó de cómo había tenido sexo con una compañera en una de las aulas del subterráneo. Según explicaba, al terminar hacía escándalo (no ella sino él), y para graficarlo abría la boca e hinchaba las venas del cuello profiriendo un “¡Aaaaaaaaah!”.
Ya no pertenece a esta dimensión. Supimos un día que se había suicidado echándose un balde de gasolina y prendiéndose fuego en el patio de su casa de Estación Central. Nos juntamos allí una vez a estudiar para una prueba, por lo que puedo imaginar el escenario. Puso velas en orden, “hizo un ritual”, según contaba su amigo más cercano. Y dejó una obra llamada “Sinfonía de ruidos” sobre la mesa del living, ingenuamente convencido de su importancia estética. Seguramente se imaginaba convertido en leyenda. Pero terminó en www.plagio.cl.
Los vecinos se enteraron por los alaridos que daba mientras ardía. Alcanzó a hablar con su padre antes de fallecer en el hospital, le dijo que había tomado la decisión de partir con toda seriedad y que no le guardaba rencor. Supongo que, por esa última frase, no se llevaban bien. Días después mientras esperaba mi turno para rendir uno de los exámenes de fin de año, conversando con su mejor amigo (un chico que combinaba los estudios de música con la práctica del karate), le dije que si alguien lo hubiera abofeteado bien, tal vez la tragedia no habría ocurrido. Él se quedó callado y nunca más volvió a la escuela. Creo que lo ofendí. Fue tonto de mi parte, pero lo dije porque me daba rabia que se hubiera suicidado, y al mismo tiempo porque me daba rabia que su amigo, que era un buen tipo (espero que esté bien, dondequiera que esté), lo celebrara de alguna forma.
Matarse no es cool, compañeros. El rock está en otra parte. |